jueves, 16 de julio de 2015

Dejar de pensar, dejar de tener miedo.

Otra vez me he quedado sin jugar por el miedo a fallar. Quizá tenías razón cada vez que me llamaste cobarde y es verdad que juego a disfrazarme de valiente, a ocultar mi rostro tras una máscara que no revele lo que siento, que no revele el miedo que hay en mis ojos cada vez que te veo marchar. Porque tengo miedo a que vuelvas dos veces y te vayas tres, a perderme en una ciudad que me habla de ti, a no saber el destino sin ver tus huellas en mi camino. Tengo miedo de ir al mar y que la brisa me susurre tu nombre constantemente, de que la marea devuelva tu nombre al sitio del que tantas veces lo borró, de perderme en la esperanza que reflejan tus ojos y no saber salir de tu alma. Porque el amor también es miedo. Miedo a no ser lo que se busca, a ser un borrón en un historial amoroso, a ser un error en una vida que un día fue ajena, a ser la manzana podrida que echa a perder el resto, a ser la mina que destruya la fe en el amor, a ser ese clavo que por más que lo intentamos no podemos sacarnos. Quizá ha sido la distancia la que me ha hecho cobarde, la que me ha hecho débil, la que ha hecho que esté perdida sin tenerte como guía, la que me hace pensar que ya no nos cubre el mismo cielo y que ya no nos perdemos en el mismo firmamento. Que cada centímetro que nos separa se me clava, que las dudas son cada vez un poco más amargas, que cada sueño va agotando mis recuerdos y me aterroriza que llegue un día en el que no sepa ni tu nombre. 

Pensar, ese es el problema, que pienso más de lo que siento y así es imposible dejar de tener miedo. 

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