Me tumbé a contemplar la noche desde
la orilla de la playa, haciendo de la arena mi almohada y mi cama.
Miré las estrellas y conversaba con ellas. Les daba las gracias por
estar ahí siempre, por cuidar de mí, por acompañarme en mis noches
de soledad. Y quien sabe si quizá las estrellas eran aquellos ojos
que un día me cuidaron de niña. A lo mejor eran aquellos ojos que
tapaban y unían todos los huecos que liberaron al marcharse. Quizá
eran esos ojos a los que tanto echaba de menos mirar. Y casi sin
quererlo, el alba comenzó a despuntar y entonces cerré los ojos. Me
concentré en el sonido de las olas del mar, en la tranquilidad que
me proporcionaba, en inspirar la brisa y sentirme libre. Y viniste de
la mano de las olas y la brisa, te metiste tan dentro que ahora me es
imposible sacarte. Lo intenté, intenté arrancarte de mi vida,
echarte a patadas y que se te quitaran las ganas de volver. Te cerré
la puerta con mil cerrojos, pero me olvidé de que tú tenías mil y
una llaves y todo el tiempo a tu favor. Te olvidé, o al menos pensé
que te había olvidado. Pero mientras abrías los cerrojos con tus
mil y una llaves, inspiré tu fragancia y recordé en un instante
todo lo que pensé haber olvidado. Recordé tus ojos, tu voz, tu
perfume, tu pelo, tus manos, tus labios y tu sonrisa. En ese momento
te odié con todas mis fuerzas, porque apareciste en el momento justo
para hacerme ver que todo había sido una mentira, que no había
podido olvidarte, solo hacerme a la idea de tu ausencia y aprender a
vivir con ella. Quizá olvidar sea solo eso, acostumbrarte a la
ausencia de algo o de alguien que al principio extrañas, pero luego
te acostumbras a no ver. Quizá sea tener guardado todo lo que
aquella persona te dejó ver y que vuelva con tan solo su presencia.
Y es que olvidar, lo que se dice olvidar, solo se logra al quedarse
sin memoria. Y sin memoria, sin recuerdos, ya no hay nada que se
pueda olvidar. Para olvidar hace falta no saber qué significa
olvidar.
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